jueves, 19 de marzo de 2015

"50 SOMBRAS DE QUÉ"

                                                          
    
                                                                            --4--


                 Directamente Anita se dejó llevar. Las posibles y desafortunadas consecuencias que podrían surgir no las tuvo en mente. El simple hecho de participar en un juego con G, fuese el que fuese, le atraía considerablemente. Ella estaba dispuesta a continuar a pesar de sus contradicciones, enfrentándose a sus miedos y a lo desconocido. En dicho juego debía arriesgar su  candidez, sus desasosiegos, y lo que más sopesaba: su virginidad. Y todo ello por un hombre al que apenas conoce. Esta idea no la llegó a pensar, pero la intuyó con cada uno de sus sentidos. --¡Qué complicado es tomar una decisión! ¡Qué difícil se hace el no saber si la decisión que se toma es para bien o para mal cuando no se tiene a nadie a mano!--Las ideas revoloteaban de un extremo de su cabeza a otro, y la joven Anita no terminaba de hallar la justa respuesta a sus incertidumbres.  
                 Mientras estos pensamientos fermentaban en el interior de Anita, el hábil G ya se había quitado la camisa, domesticado las esposas, y liberado sus intenciones.
__ ¡Échate sobre la cama! --sentenció G.
__ ¿En la cama? --Anita estaba petrificada.
__ ¡Sí, es lo que he dicho, en la cama!
                 Toda ella, sin intentar ni siquiera otro argumento, fue directamente a la cama. Su cuerpo, sus dudas, y su consciencia, se derrumbaron encima de la ambarina y empobrecida sábana. Solamente su aroma quedó flotando en el aire. Anita se abandonó literalmente. Su espalda se aferró al camastro, y sus ojos, pretendiendo encontrar una respuesta, se clavaron en el desvencijado techo de la habitación.
__ ¡Eso es……., muy bien! --afirmó el lujurioso jugador-- ¡Ahora te pondré las esposas!
                 Con una sola acción G desgarró el vestido. Anita no pestañeó. Mientras que una mano jugueteaba con las esposas, la otra deambuló por diversos espacios del cuerpo de la joven hasta que se detuvo en los brazos. Y se hizo el milagro, en menos de lo que perdura un parpadear, Anita tenía en sus muñecas las esposas. El torso desnudo, los brazos cruzados a la altura de la cabeza, G a horcajadas sobre su vientre, y en el ambiente un penetrante tufo a aguardiente. --¿Cuándo llegaran las caricias?-- Se preguntaba Anita que no se atrevía ni a moverse.
__ ¡Date la vuelta! --manifestó G con rotunda autoridad.
__ ¿Por qué? --la pregunta de Anita estaba más perdida que sus propias dudas.
__ ¡Porque yo propongo el juego! ¡Así que date la vuelta!
__ ¿Y si no quiero? --esta vez Anita lo miró a los ojos.
__ ¡Si no quieres aceptar la reglas tomas la puerta ahora mismo y te marchas por donde mismo llegaste! ¡Y no vuelvas más! ¿Lo has entendido? --G se incorporó y salió de la habitación.
                 Anita quedó sobre el camastro con las muñecas atadas. ¿Acaso había metido la pata? G, que posiblemente sea el hombre de su vida, ahora, después de su inmadura reacción, no deseará saber nada más de ella. --¡No es más que un juego, y más allá del juego deben de estar las caricias y los mimos!-- Se cuestionaba Anita, que a pesar de las esposas y de sus ropas desgarradas, ardía en deseo por ser acariciada por ese extraño hombre.
__ ¡G, perdóname, es que la bebida se me ha subido a la cabeza y no sabía lo que decía! ¡Ven, haré lo que me digas! --la voz de Anita resultaba imprecisa entre los tablones de madera del cuartucho.
__ ¡Está bien, pero debes hacer lo que te diga!
                 Contestó G, y su silueta se vislumbró desnuda en el cerco de la puerta.
__ ¡Está…….bien…….!
                 De la garganta de Anita se deslizó un hilo de voz que no llegó a modular, porque sus traviesos ojos se detuvieron donde no debieron de hacerlo, y allí permanecieron improvisando un no sé qué, un, ¿qué es eso dios mío?, ¡no, no debo mirar!, ¿estaré soñando? Millares de pensamientos junto a las esparcidas órbitas oculares se desplazaban sin sentido por todo su ser; pero aun así, Anita no apartó la visión de la pelvis del hombre, que cual  David de Miguel Ángel, permanecía en el umbral, erecto como frondoso árbol de ceiba. La curiosidad mató al gato, expresa el proverbio, y de esa manera ocurrió.
                 G, con pasos precisos y distendidos, se lanzó con todo su arsenal en pie de guerra sobre el camastro en el que se hallaba la joven. Anita, al verlo partir hacia ella, y para evitar males mayores, se colocó boca abajo, como se lo había pedido antes, y en esta posición lo esperó, con los brazos atados y las carnes expuestas. Él llegó, con cada uno de sus atributos, y además, con una fusta blandiendo al viento. Aún no estaba segura de lo que iba hacer, pero ya se le había hecho demasiado tarde para arrepentirse por ello. En estos instantes las dudas de la inocente joven se desvanecieron, haciendo su presencia el señor miedo con todas sus intrigas y consecuencias. No podía hacer otra cosa que esperar, esperar a que la escultura de carne, cayese, de un momento a otro, sobre su delicada espalda y otras zonas adyacentes. Y no se equivocó Anita, la mole de G dio un salto, rebotó en el borde del colchón, y aterrizó encima de sus nalgas, provocando un alud de estremecimientos y matizaciones.
                 Y no les contaré lo que sucedió a continuación, no lo contaré, porque la historia se puede magnificar en una dirección u en otra, y no estoy dispuesto a que me tomen por un aberrado, por un descafeinado, o por un insensible comunicador respecto a estos puntuales temas. Solamente les quiero decir que el acto amatorio se desplaza a más de 24 fotogramas por segundos, y puede ir más veloz que el propio viento en época de temporales.
                 Mis queridos y entrañables amigos, no los dejaré con la miel en la boca, naturalmente que no, porque todo lo que comienza y se desarrolla, debe concluir como corresponde, con un compacto final. Y para cerrar este dilatado y abstracto análisis sobre la película “50 sombras de Grey”, les procuraré un elegante final, con moraleja incluida. Improvisaré una fábula, la fábula del Conejo y el Zorro. Había una vez un zorro, que pretendía estar por encima del resto de los animales porque poseía una atractiva y afelpada cola. Él era el más hermoso entre todos los seres viviente del bosque, él, y su extraordinaria cola. Pero un día, el menos esperado, el bosque se incendió, ardió por los cuatro costados. De un lado a otro los pequeños animales se movían intentando escapar, pero bien poco se podía hacer, y atrapados entre el fuego, suplicaban clemencia, que los sacasen de allí. En eso apareció el señor conejo, asustadizo, pero dispuesto a echar un capote.
__ ¡Vengan conmigo, los sacaré de aquí a todos poco a poco! --les dijo con la seguridad que solamente un conejo convincente posee.
                 El zorro, que observaba el panorama desde que el gazapo había llegado, le espetó.
__ ¿Y cómo piensas hacerlo insignificante conejo? ¿Los sacarás de aquí montados sobre esa cola de mierda que tienes? --y la risa del zorro se propagó aún más que el mismo fuego.
                 El conejo no respondió, simplemente observaba el panorama, intentando contar a los pequeños animales que se encontraban a su alrededor.  
__ ¡Mira intrascendente conejo, encima de mi larga cola puedo llevar en el viaje a una familia entera de sapos y sus respectivas ranas, una de roedores, un centenar de variados insectos, y todavía me queda espacio para una pareja de rollizos erizos! ¡En cambio tú, con ese prototipo de cola, no serás capaz de transportar ni a una pareja de hormigas locas!
                 Y sin esperar una reacción del conejo, invitó a montar sobre su flamante cola a todo ser viviente que cupiese. Carraspeó el zorro, y escupiendo sobre las patas del conejo, partió a través del bosque intentando encontrar un claro en el mismo. Doce metros anduvo el engreído zorro, doce nada más, porque al siguiente paso, una rama de un gigantesco árbol en llama se desplomó encima de su cola, quedando desolado y atrapado. Los pequeños animales pudieron huir, pero él no. El conejo presto llegó, y junto con los demás animales lo liberaron.
__ ¡Rápido, no podemos perder más tiempo, tengo el coche en esa arbolada, vamos!
                 Dijo el conejo, y partieron todos juntos llevando el zorro arrastras. En unos segundos llegaron a la arbolada donde estaba el coche. De su insignificante cola el conejo sacó un mando, lo accionó, y automáticamente las dos puertas del deportivo se abrieron.
__ ¡Todos a dentro, en un suspiro saldremos de aquí! --el intrépido conejo introdujo la lleva en el switch, arrancó, y partieron raudo como solamente un deportivo de muchos caballos sabe hacerlo.

                 Moraleja. Si tienes un buen deportivo, no importa el tamaño de la cola.                   

                                                                        FIN.

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