sábado, 3 de agosto de 2013

LA RUSTICIDAD QUE NOS RODEA

                      


                                  


                 Hace algún tiempo una extraña y pegajosa rusticidad me viene pisando los talones, y no quiero que me alcance, pero a estas alturas veo casi imposible poder desprenderme de ella. Si llegase a rosarme aunque fuese la punta de uno de mis cabellos, estaría perdido, porque si la rusticidad te palpa jamás volverás a ser el de antes, porque caerías en un profundo e irremediable pozo. Ser rústico es lo más sencillo de este mundo, pero el renunciar a sus artimañas implicaría una insostenible energía que no seríamos capaces de producir, y de contar con una inagotable imaginación algo escasa en estos tiempos.
                 Sí, tengo la rusticidad tan cerca que ciento su aliento en mi nuca, y por primera vez no puedo conciliar el sueño, porque esta señora que se desplaza por mis días como dueña absoluta de mis momentos me quiere atrapar entre sus redes para que yo sea como ella, y tengo miedo. Al levantar una mano allí está ella para poseerme en cualquiera de los sentidos rústicos de su acción. Cuando miro a mi alrededor la veo apoyada en cualquier rincón esperando al primer incauto que pase por su lado para acariciarlo con su rudeza y decirle abiertamente que ella es así, y que el ser rústico trae consigo muchos privilegios imposibles de renunciar a los mismos. La rusticidad es una franquicia.
                 Algo tiene que estar pasando a mi alrededor para que nada más abrir los ojos me encuentre a esta tosca señora junto a mi cama, esperando cualquier comentario o gestión por mi parte para adueñarse de mis actos y dar su sólida opinión de lo que me rodea, pero yo no deseo verla porque estoy muy a gusto con lo que hago por las mañanas. Nada más abrir los ojos me tiro un pedo, un estruendoso y sonoro pedo que retumba y rebota contra las paredes de mi habitación, sin hacer alusión al tenaz aroma que se concentra por algunos minutos debajo de mis sábanas. Es un gusto tan grato como el eructo que lanzo a mi esposa al darle los buenos días. Sí soy de esta manera y no sé ser de otra. Ya en el trabajo voy lanzando escupitajos de un lado a otro, sin desprenderme del todo de mis aromáticos y sonoros pedos, al mismo tiempo en que voy caminando de un lado a otro.
                 Puede ser que de vez en cuando me lamente de la mierda de jornada que me espera, y de las patéticas caras de mis compañeros de trabajo, pero todo lo resuelvo con algún comentario sobre fútbol porque de otra cosa no entiendo ni me apetece hablar, pero si no fuese así de qué hablaría, de nada, porque cualquier tema es pura tontuna, los hombres como yo no entramos en comentarios “raros”, no vaya a ser que me tomen por otra cosa, fuera, fuera, estoy hablando gilibobadas, así que seguiré siendo como hasta ahora, no vaya a suceder que el salvajismo más extremo se apodere de mí. ¡Señora rusticidad, usted no puede conmigo, a la mierda!