En estas venerables fechas, el santo
padre de Roma ha tenido la delicadeza que simple y llanamente puede albergar su
santidad, y bien valga la redundancia, el de invitar a un selecto grupo de
personas “sin techos” a visitar la capilla Sixtina del Vaticano. En la generosa
oferta papal se incluye guía y cena al término de la misma. Un tour imposible
de rechazar porque un ofrecimiento de esta índole, ¿cómo podemos clasificarlo
sin llegar a caer en una burda definición?, “desbordada generosidad”, ¡sí, eso es!,
rebosada generosidad, no se encuentra a la vuelta de la esquina, y mucho menos
si después de la misma el personal debe regresar a su mugriento soportal para
en la noche abrazar su ya entrañable y maltrecho cartón corrugado. Es que la
generosidad divina no tiene límites ni precio, y para cada descocido siempre
hay un Papa alerta que todo lo ve y todo lo enmienda.
Estas personas que poseen como único
techo el cielo, y cual sólidas paredes la vivaracha ciudad, son más que dichosas,
porque en todo momento el señor vela por ellos, y esto es una prueba de ello.
No cualquier persona es invitada al Vaticano, y mucho menos por el mismísimo Papa
para contemplar los frescos de Miguel Ángel. En estas encumbradas fechas la
cultura es necesaria, y si esa cultura es divina, mucho mejor, los
conocimientos recibidos seguramente serán esgrimidos en cualquier circunstancia
de la vida, o de la empobrecida vida, de la miserable vida, de la asquerosa
vida, de la……., ¡calma, no está bien alterarse en estas puntuales fechas! Se puede
ser “sin techo”, pero la procesión siempre se lleva por dentro, y exteriorizar
la pobreza no está bien, no es de buen católico, hay que mantener los
sentimientos resguardados de cualquier malsana intención; de esta manera no
alarmaremos al creador. Preocupar al señor es innecesario, él debe seguir
pensando que los necesitados de pan y techo se pueden contar con los dedos de
las manos.
¿Es necesario un techo?, ¡No! ¿Es necesario
alimentarnos diariamente?, ¡No! Lo verdaderamente necesario es entregarnos en
cuerpo y alma a la divina providencia, a la fe que mueve montañas y derroca
tiranías, porque contemplar por primera y única vez las riquezas de la Santa Sede
no tiene parangón en la corta vida de un necesitado. Hay que abrir las ventanas
del alma, ¡no!, rectifico, el símil de la ventana creo que no es el más
acertado en estos casos, hay que abrir los periódicos, las revistas, o los
cartones de par en par para que la gracia pictórica del creador alimente las
consciencias de los “sin techos” y nutra sus espíritus.
Una cosa sí debe tener en
cuenta el Santo padre, al término de la cena, cada uno de los santos retretes deben
estar disponibles y dispuestos, porque con toda seguridad más de un centenar de
estómago acudirán raudos y veloces a los mismos para desaguar lo ingerido. Y es
que en los temas del cuerpo no hay mandato divino que valga. Por mucha buena fe
que se tenga si se aterrorizan de esta manera las tripas, no valen guayabas
verdes que controle la defecación.
Primero comer a diario y resguardar
el cuerpo de cualquier inclemencia, después, la contemplación del divino arte.
Y me duele enormemente este improcedente orden porque sucumbo ante la belleza,
pero un necesitado, un ser de la calle, un “sin techo”, bien poco le importa si
fue Miguel Ángel o Juanito el de los palotes el generador de estos pasajes. Y
para rizar más el rizo, ¿no es contraproducente, o enfermizo, invitar a un “sin
techo” a observar los frescos ( los techos) de la capilla Sixtina? Bueno, puede
que mi enfermiza cabeza sea más terrenal que celestial.
Un
Ciudadano Contemplativo.