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He terminado de ver la
película. Y debo decir que no me ha defraudado en un sentido. El film de Grey y
sus 50 sombras es lo que podemos llamar ampliamente una “bomba”, no sexual,
pero sí de diversidad de espectros nada creativos; aunque pensándolo mejor, no
estoy seguro de haber visto todas ellas, quiero decir, las restantes 49 sombras.
A Grey lo he visto, como es de suponer, rebosando billetes por doquier. A la
ingenua y virginal Anastasia, que no es capaz de matar ni a un mosquito en
plena digestión, también la he contemplado desde sus diferentes ángulos, escasos,
pero ángulos al fin y al cabo. Pero me faltó……., me faltó, cómo puedo llegar a
denominarlo sin blasfemar por ello……., me falto, contenido netamente profesional: fílmico y sado-masoquista, y lo afirmo con
razones de peso.
Debo confesar que el libro no lo he
leído, pero la esencia de una manera u otra se ha reflejado en el celuloide, y
soy de la opinión, que el director de la película tendría que haber sido un
mago para mostrar lo que escasea, la ausencia de grandeza en la historia de los
personajes, sus conflictos, contradicciones, y como es de suponer, sus
motivaciones. Tengo la seguridad, que si saliese a la calle pregonando la autoría
de este escrito, las ardientes y ávidas adolescentes se lanzarían con rabia
sobre mi cuello y no se detendrían hasta verlo hecho añicos; porque he cometido
el mayor de los pecados, destrozar un ideario como lo ha sido la extenuante
saga de vampiros y sus respectivas lunas. Estas producciones se rodean de un marketing
exquisito, avalado por una extensa y dilatada campaña publicitaria que comienza
posiblemente mucho antes de concluir la filmación. Un producto para ser
consumido por cierto sector de la población mundial, generalmente juvenil. Aunque
las “50 sombras” está concebida para un público adulto, para un público que
está dispuesto a dejarse “penetrar” porque se halla necesitado de algún que
otro azote en sus retinas.
Pero mi reflexión va
encaminada en otro sentido, en una interpretación, podemos decir, algo
distanciada de la narrativa del filme, al estilo de Bertolt Brecht,
naturalmente, salvando las distancias. Supongamos que este pulcro joven
ejecutivo, rodeado de comodidades, de lujos, y extensa fortuna, fuese, en esta
versión que les propongo, un desarraigado a más no poder. El mismo chaval del
filme pero sin patrimonio material de la humanidad; es decir, con una mano
delante y otra detrás. Un joven instruido en la universidad de la calle. Sin
oficio ni beneficio. Educado al cien por ciento con un poco de aquí y otro de
allá; pero eso sí, con un amplio bagaje en los temas relacionados con las abrasadoras
carnes (entre nosotros, el sexo). Este peculiar joven, apodado Greicito, pero identificado
por sus allegados sencillamente G para ir directamente al grano, es un afanado
coleccionista de látigos y le enardece las esposas de solo verlas; las esposas
de los demás. G es poseedor de una chabola en lo alto de un barrio marginal.
Cuatro paredes de madera reciclada y un techo de zinc galvanizado es toda la
estructura que soporta su universo. Es un sometedor genuino de los pies a la
cabeza. Disfruta llevando el control de la situación.
Por su parte la juvenil y
angelical Anastasia acaba de graduarse recientemente en la facultad de Historia
Arcaica, y un master (ahora está muy de moda), en alta cocina Ferran Adriá. Sus
amigas la llaman Anita, porque Anastasia le ha parecido siempre nombre de
princesita de dibujo animado, y ella, que se considera una chica “cool”, no se
puede permitir semejante horterada de nombre. Así que Anita, que reside en una
urbanización “cool”, viste “coolmente”, y se abstrae con “cooltura”, pensó que
debía asomarse a uno de los barrios marginales para intercambiar conocimientos
“coolinarios”. Y fue lo que hizo. Atravesó la ciudad y llegó al otro lado,
donde los días son oscuros y las noches silenciosas luminarias que pasan por
los ojos como vendavales de fuego.
En una esquina del barrio
Salsipuedes, se encontraba G, apoyado en la pared de un bar, en espera de
tiempos mejores. Anita pasó por la acera, a varios palmos de las narices de G.
Una estela de “coolesaromas” dispersó la joven. G inhaló de golpe hasta
esnifarse la última partícula de oxígeno de su alrededor. La esencia de Anita
penetró en el interior de G con total influjo. A pesar de las apariencias,
después de esta profunda aspiración, Greicito ya no fue el mismo. Por su parte
Anita, con su mirada “cooltrante”, quedó prendada ante la imponente figura del
torneado joven G. No debo dejar pasar por alto que Greicito, a pesar de su desmejorada
posición social, cuenta con una percha envidiable, producto genes favorables, hábiles
manos, y mejor imaginación; el hombre viste a la moda y con desenfado. Una
escultura viviente de los bajos fondos.
La joven intentó pasar de largo, pero sus
pasos la traicionaron, a medida que se acercaba a la altura del joven G, las pisadas
se iban retardando. Cuando sus cabezas coincidieron, los cuellos se torcieron y
las miradas se cruzaron intencionadamente. Ninguno de los dos pudo escapar del
otro. Él miró con malévolo interés. Ella, con candidez matizada de malévolo interés
igualmente. Ambos se sintieron malévolos espectadores, el uno del otro.
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¿Se le ha perdido algo por estos lugares? --preguntó él.
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¡Busco una dirección! --contestó ella.
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¡Si la puedo ayudar, señorita! --y el joven extendió la mano-- ¡Mi nombre es
Grey, pero me llaman G!
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¡El mío es A……..! --no estaba del todo segura de cómo se debía presentar ante
un hombre que no conoce de nada-- ¡Anastasia!
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¡Pero todos te llaman cariñosamente Anita! --respondió él.
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¿Y cómo lo sabe? –pregunto Anita.
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¡Yo solo sé que lo sé todo, y lo que no, me lo imagino! --respondió G con una
rotundidad asombrosa.
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¡Ya veo! -- expresó Anita.
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¡Si me dice la dirección puede que le indique hacia dónde debe tomar la
señorita para…….! –musitó G.
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¡Mire, la tengo apuntada en esta papel! –y se lo extendió.
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¡Déjeme ver……., sí, el “Centro Ferran Adriá”, no está lejos de aquí! --y con un
movimiento de cabeza Greicito señaló hacia su espalda-- ¡Si le parece bien la
puedo acompañar…….!
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¡No se moleste…….!
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¡No es una molestia para mí! ¡Vamos, que andando se quita el frio!
Anita no lo supo muy bien,
pero continuó el rastro de Greicito. Ese día no, el otro tampoco, pero al
siguiente, ella quedó con G o G con ella, daba igual, el virus de la avidez
carnal había sido inoculado y viajaba a través de las arterias de los jóvenes.
Se verían en casa de G. Él le estuvo comentando por teléfono de una variada colección
de objetos antiguos que poseía, y ella, recién licenciada en antigüedades precolombina,
no se lo pensó dos veces y aceptó. Lo que no sabía la inexperta Anita, la
funcionalidad de la colección de Greicito.
Para no cansarlos, porque este
escrito no pretende ser una versión libre de las “50 sombras” ni mucho menos,
es más bien una reflexión mental sobre una enajenación temporal que he tenido
días atrás, donde la deidad de los árboles frutales se me apareció en sueños y
me dijo que escribiese sobre sexo, porque es un tema que normalmente para mí es
un tabú, y nunca hago referencia al mismo; por un lado por simple puritanismo,
y por otro, por un trauma sufrido en mi juventud, cuando paseando por el campo
iba entonando una melodía, ¡no sé por qué diablos me vino la condenada canción a
la memoria!, era: “¡Quién le tiene miedo al lobo, miedo al lobo, miedo al…….!”,
y plaf, caí de repente en un pozo, como un gato engrifado intenté aferrarme a
las paredes del asqueroso pozo con las piernas y las manos; pero nada, mis uñas
arañaban las paredes y mis zapatos percutían, como “musicando” una desafinada des-composición,
quiero decir, un compás fuera de revolución, y yo continuaba cayendo, y
cayendo, y cayendo al vacío. En mi viaje a lo desconocido, y a pesar de la
velocidad que llevaba, conté cuatro lagartijas en sus madrigueras, dos de ellas
salían, y las otras dos entraban con algo en sus bocas, ¿alguien me puede
ayudar?, gritaba desesperado, naturalmente que no pensaba que una lagartija
fuese……., pero por si acaso yo gritaba; un par de ratas discutiendo acaloradamente
por un cacho de pan duro; una hilera de hormigas, que producto de mi avalancha,
salieron despedidas impulsadas por el rebufo de mi cuerpo. Una docena de las
mismas treparon sobre mi nariz y las muy condenadas se quedaron como si nada en
mis orificios nasales para salvar sus culos. Antes de tocar suelo, ya era un
guiñapo, un adefesio, tallado y pulido por el nada cariñoso rose de las piedras
contra mi carne. Al cumplir la mayoría de edad, por algún designio o señal,
cayó en mis manos el libro del Marqués de Sade, y mi orientación sexual se vio expandida con creses. Dejé de ser el de antes, para no saber lo que soy ahora,
pero, no debo pensar que está mal, ¡no!, todo cambio o transformación debe tomarse
con positivismos. Si no lo hiciésemos de esta manera seríamos ahora unos
fracasados en referencia a estos temas, y unos desmotivados e inadaptados sexuales,
aunque para ello utilicemos instrumentos policiales y artesanales fustas. Estuve
siete días incomunicado, entre el lodo y los mosquitos, que no paraban de zumbar
y cagar en el interior de mis orejas.
CONTINUARÁ………………………….